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Mi sobrino Jesús (el segundo Jesús Micó de la familia) en los terrenos de la casa de La Herradura en Jimena. Campo de Gibraltar, Cádiz, junio de 2010.

Ayer, por fin, fui a hacer las fotos a los niños/chicos. 4 preadolescentes -varones, primos entre sí- a punto de desprenderse de su infancia por un borbotón hormonal que se les disparará irrefrenablemente entre este verano y el que viene. Todavía son niños –alguno más que otro físicamente pero todos lo son todavía desde el punto de vista emocional e intelectual: presentan una inocencia, un candor y una honradez sentimental que no deja dudas- pero, como digo, la pubertad está a punto de irrumpir en sus vidas en breve. Y yo quería detener este momento de sus existencias antes de que desaparezca para siempre.

 

Son unos niños que tienen la suerte de tener un universo propio que es estéticamente maravilloso: tienen la casa de sus abuelos –los otros, no mis padres- en el campo, con unas pocas hectáreas de tierras sencillas pero valiosas. Me refiero a que es un entorno increíblemente atractivo en su simpleza pero, como digo, también en su pureza y autenticidad. Los abuelos han sido durante toda su larga vida labriegos humildes y tanto la casa como los parajes que la rodean lo son también. Y, con ello, con esa humildad, tanto los abuelos –a quienes conocí ayer- como la casa y las tierras, me resultaron de una belleza abrumadora. Los niños son felices allí, tienen un paraíso alejado de cualquier ruta de diversión y atractivo urbanos pero es su mundo. Nadie llega a ese paraje, es un territorio bastante perdido en mitad de la nada en el Campo de Gibraltar. Pero hay un pequeño bosquecito, un arroyo, una pequeña meseta, una huerta, una pequeña montaña, una cabaña de madera en un árbol, unos caballos de trabajo, un tractor y, sobre todo, la percepción de que es una tierra tuya, de que hay que trabajarla para sobrevivir, de que la relación que se establece con ella es "esforzada" y, por tanto, te enseña y te conecta a la realidad de la vida: tu esfuerzo te da de comer y te asienta en un territorio que has hecho tuyo por trabajarlo. No hay mejor lección para la vida que tener esa percepción, especialmente para unos niños.

Hicimos fotos durante 6 horas y ni me di cuenta (¡40 GB de fotos!). No demasiadas imágenes, por otro lado. Trabajé con trípode y con mucha contemplación de los espacios y los tiempos. Los niños se portaron, se entregaron como sólo saben hacerlo ellos cuando algún adulto les conmina a que participen con él en una tarea que -para ellos- se torna en juego serio y que, además, versa sobre adentrarse en su mundo propio –el de esos niños-. Ni me di cuenta. El día fue agotador. Habíamos salido en coche por la mañana temprano –2 horas y media de ida desde Cádiz, está mas cerca de Málaga- y volvimos por la madrugada. Llegué molido. Mi cuñada y su hermana nos prepararon un almuerzo campero autóctono increíblemente sabroso (lo mismo con la cena).

El día me resultó perfecto y lleno de dulzura (algo que necesitaba tras mi separación de Jose). La luz y la temperatura fueron fantásticas y creo que he obtenido imágenes que retratan esa suerte de pequeño paraíso, entre surreal y terrenal, lleno de sensaciones que ellos –los jovencitos- ni por asomo interiorizan como de un valor trascendental en la construcción de sus biografías. Como es lógico no son conscientes de que una infancia vivida en esos términos –tanto físicos/geográficos como existenciales- es de una valía elevadísima. Ellos se limitan, como es natural, a consumirla a base de juegos y descubrimientos, de las transacciones que implica el avanzar en la línea de la vida cuando todavía el mundo gira en torno a un universo relacional que no va más allá de tus preocupaciones, deseos y afectos infantiles.

 

Como debe ser. Por supuesto.

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