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Jose tumbado en una mesa del merendero próximo al Mirador del Migdia cerca del Castillo de Montjuïc. Barcelona, julio de 2009.

Miro a Jose en esta foto y pienso en que el 4 de noviembre haremos una década juntos. Nunca he tenido una relación de pareja tan larga. Y eso que, en los comienzos de nuestra historia, esa tremenda diferencia de edad –12 años- me hizo dudar sobre si aventurarme en ella o no. Ante mis miedos por construir un futuro común sembrado por la incertidumbre de ese salto generacional –salto que siempre tiene sus pros y sus contras pero que los mayores miramos habitualmente con más recelo-, Jose, inteligentemente, sentenció: <<bueno, no tenemos nada que perder si al intentarlo la cosa acaba pronto. Y mucho que ganar si conseguimos construir toda una vida juntos>>.

Hasta ahora, continuamos en el mismo barco (pese a las inevitables tormentas que lo han acechado en alguna ocasión) e intentamos seguir siendo un equipo, lo más cómplices posibles el uno con el otro.

Miro a Jose en esta foto y también me sugiere una tarde ardiente de verano en la que no pasa nada (de esas tardes en las que todo se detiene y en las que cosas como el revoloteo de una mosca, el ruido leve de algo remoto o el balanceo de una pequeña hierba se cargan de significado).

Yo, que en general soy un escéptico, admito que la idea de que, en la filosofía zen, la sabiduría y la felicidad consistan (entre otras cosas) en tener una experiencia plena, sencilla y auténtica de las cosas, de la gente, de las situaciones (en definitiva, de la vida, de tu propia vida) me parece el súmmum de la inteligencia y la elegancia (entendida ésta como la búsqueda de lo perfecto en lo justo, en lo que no excede, en lo suficiente).

Este aspecto casi ecológico, minimal, del bienestar y el alma humanas reside simplemente en aprender a encontrar la razón de nuestra existencia en un sencillo (aunque, no nos confundamos, este término, como antes, es sinónimo de absoluto) acto permanente de sentir el aquí y el ahora de lo que en cada -exacto- momento estemos viviendo (dado que lo único que existe es el presente). Basta de agotar nuestra mente y nuestra existencia con futuros cargados de promesas imaginadas o, aún peor, de ansiedades anticipadas. Basta de pasados que siempre fueron mejores o que, simplemente, fueron algo.

Lo verdaderamente importante es el valor supremo de nuestra interiorización actual y presente de seres vivos, conseguir abismarnos en nosotros mismos en cualquier instante y poder hacer un ejercicio de introspección tal que, en cada momento, nos situemos en la verdadera realidad de nuestra existencia: estamos vivos porque respiramos, porque sentimos plenamente esa mosca revoloteando a nuestro alrededor en esta ardiente tarde de verano, porque, tumbados en la amplia mesa de un merendero bajo los pinos, vemos cómo se balancean suavemente sus copas (dejando entrever luminosos destellos de un cielo limpio del mes de julio en Barcelona), porque olemos a tierra seca y al mar que está próximo o porque oímos los ecos del canto de alguna chicharra lejana.

Sólo así, todas estas sencillas (pero absolutas) razones se erigen en -indiscutibles- signos que, desde luego, más que nunca, nos ratifican que estamos vivos.

Raquel y Jose en una pequeña pradera próxima al Mirador del Migdia. Barcelona, cerca del Castillo de Montjuïc, julio de 2009.

Ese día Jose y yo fuimos a hacer la sesión de fotos de Raquel. La teníamos pactada desde hacía tiempo. Pese a todo, le dije a Jose que también le haría algunas fotos a él. Todavía no le había hecho un retrato con la nueva cámara.

Con Raquel la cosa funcionó bastante bien. Se entregó a la sesión de la manera en que lo hacen ese tipo de personas que, como ella, tienen una fe inquebrantable en cuestiones como la meditación, el yoga, el pensamiento budista, las filosofías orientales, las medicinas alternativas, etc. Ella habla sobre todas estas prácticas siempre con un optimismo ilusionante que, por otro lado, nunca parece ser ingenuo y siempre está documentado (un optimismo de esos que te impide cuestionarle nada porque sería como un cortapunto a la deliciosa conversación que estás teniendo en ese momento). Lo curioso es que, sin embargo, ella es fumadora –y seguro que, ante esta apreciación, ella responderá riendo que no es nada dogmática, ya me la imagino-.

En cualquier caso, atendió mis explicaciones y aceptó su papel en la sesión sin remilgos. Creo que le gustaba esa aventura de estar inmersa en un personaje que, por otro lado, como siempre insisto (aunque sin dogma, dado lo relativo del concepto), consistía en ser ella misma. Para nuestra joven la situación era, como en el caso de la meditación, desconectar de la vida común y adentrarse en su propio interior. Puede parecer fácil pero debo señalar que, al principio de la jornada, Raquel manifestaba un pequeño nerviosismo. Y es que a todos se nos carga de trascendencia nuestra vida (nuestros gestos, nuestras apariencias) si nos están pidiendo que la ofrezcamos a una cámara (aunque sea de forma sencilla), que la representemos como una imagen (aunque sea sin solemnidad) o que contemos una historia con ella (por pequeña que ésta sea).

Por último, al mirar ahora la imagen resultante de la sesión, sonrío al recordar lo que le inspiró a mi querido amigo Jose Varela cuando la vio por primera vez. Me dijo que parecía el escenario de un crimen en el que Raquel, una vez cometido el delito, se relaja fumando un cigarro antes de deshacerse del cadáver.

 

Me pareció una interpretación estupenda. No había que darle más vueltas.

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